viernes, 31 de agosto de 2012

EL RELOJ Y LA VIDA COSIFICANTE

EL RELOJ Y LA VIDA COSIFICANTE
Gustavo Flores Quelopana
Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía

 

No padezco de relojfobia, pero otro detalle anecdótico es que el reloj de la Catedral de la ciudad de Toluca dejaba sentir sus fuertes campanadas tan nítidamente hasta las 12 de la noche, que prácticamente no podía pegar ojo hasta que ella se silenciara por completo. Bien decía San Vicente de Paul: "El ruido no hace bien, el bien no hace ruido".

Después me enteré, a través de una excursión con la profesora Cristina en el tranvía turístico de la ciudad, que dichas campanas no sonaban sino que lo que se escuchaba era una estruendosa grabación. Como dicen en mi país "puro hechizo".

A propósito del invento característico de la civilización moderna, es posible meditar sobre el reloj como lo han hecho Sombart, Ganivet y Freyer. El primero destaca su importancia para el burgués hombre económico moderno, el segundo subraya el carácter simbólico de la exactitud y perfección maquinal que deshumaniza al hombre, y el último ha destacado su lugar central como “sistema” del mundo.

Efectivamente, yo coincido en considerar al reloj como el símbolo más cabal de la era moderna e industrial y de la sobrecogedora deshumanización creciente. Y es tanto así, que si quisiéramos dar un nuevo sentido a la historia universal tendríamos que acabar con la tiranía del tiempo abstracto del reloj sobre el tiempo concreto humano.


El reloj ha cargado a la civilización moderna de excesivo sentido histórico, tanto que en el investigador ha interpuesto una distancia tan grande entre su sentido histórico y su objetividad que ya no se siente poseído por aquello que sabe. Es por esto que la investigación erudita es inmensamente sabia pero sin vida, incapaz de promover “renacimientos”. La enseñanza a base de la imparcialidad y neutralidad sólo produce eclecticismos sistemáticos. En cambio, el modelo humano griego era ahistórico pero fecundo por promover un sentido más inmediato de las cosas.

Si la humanidad no sucumbe a sí misma, entonces tiene que llegar el momento de que los relojes sean expuestos como piezas de museo de una era apresurada y sin alma,  donde la actividad excesiva y frenética había destruido el hábito de la contemplación y convertido al hombre en un salvaje vestido a la moda y repleto de artilugios tecnológicos.  Mientras esto no suceda seguirá creciendo la llaga moral de nuestra época. Los postulados supremos de nuestro tiempo son el evangelio del trabajo, la religión de la riqueza, el culto del ahorro, la previsión, la puntualidad y la respetabilidad.  Frente a esta moral del egoísmo racionalizado, que identifica la virtud con la riqueza y que se mueve al ritmo del reloj, hay que oponer el valor del ocio, el valor de la pobreza, la austeridad y el goce creativo del presente.

Pero la civilización occidental moderna está arrojada como un torrente en el activismo que tiene miedo a reflexionar. Ha llegado el momento de detenernos, de abandonar la actividad mercantil, el dinamismo prometeico, vivir sin apresuramientos, sin grandezas de oropel y progresos indefinidos. Ha llegado la hora de saber convivir estáticamente con la naturaleza, el cielo y nosotros mismos.

La sociedad actualmente se ha convertido en una inmensa máquina de relojería de pesadilla, que atormenta hasta límites que ya muchos prefieren convertir su alienación en cosificación y así no sentir su propia esclavitud.  No queda otra salida que negarse a mecanizarse, es irracional que cada nación y cada individuo aspiren a vivir como una máquina para rendir el máximo provecho.


Si queremos salir del presente atolladero más vale dar un paso hacia atrás, reasumiendo la vida estática, para poder dos pasos adelante, reconstruyendo la civilización humana avasallada por la racionalidad técnica y la despersonalización creciente. Desde los cuatro puntos cardinales todos los hombres son convertidos actualmente en esclavos voluntarios de un activismo frenético por un consumo irracional.

Ha llegado la hora de deshacer la megalópolis de hoy y volver a las ciudades-estados de ayer, donde se filosofaba caminando y en mangas de camisa, hay que desmontar la centralización monstruosa de la vida en general que mata la vida del espíritu, convierte a cada ser humano en enemigo del otro e idiotiza a la inteligencia.

Nuestras ciudades artificiales con sus relojes y campanadas han dejado de tener espíritu y lo que tienen es sólo una máscara que trata de adecentar al hombre máquina. Si las pequeñas ciudades griegas fueron la más alta expresión de la cultura humana, en cambio nuestras inmensas ciudades modernas son la expresión más acabada de la barbarie humana.

Ahora hay demasiada gente y muy pocos ciudadanos, la gran familia democrática está destruyendo la familia natural. Hoy la vida se agota en la persecución del lucro, en la sustitución de los móviles interiores por los exteriores y en una execrable inquietud permanente  por un materialismo febril y un individualismo feroz igualmente repugnante. 
 
Lima, Salamanca 31 de Agosto 2012