domingo, 12 de octubre de 2014

KANT Y LA METAFÍSICA DE LO INMANENTE

KANT Y LA METAFÍSICA DE LO INMANENTE
Gustavo Flores Quelopana
Sociedad Peruana de Filosofía
 
Tres son los pilares sobre los que descansa el edificio de la filosofía crítica: la doctrina de la idealidad del espacio-tiempo, (no son innatos, ni conceptos, ni entes receptáculos, sino una facultad de nuestra sensibilidad para tener intuiciones), la deducción de las categorías (la mente a través de la actividad sintética de las categorías produce conocimiento empírico) y la doctrina de la cosa en sí (concepto límite e indispensable en la organización de la experiencia, incognoscible en el terreno teórico pero que pensarlo resulta valioso en el terreno práctico moral).

Por estas bases, la filosofía crítica no es una metafísica de lo suprasensible sino una metafísica de la experiencia, que restringe la ontología al ente experimentable por el hombre. Es, como diría Heidegger, un pensar óntico y no ontológico. Y si lo experimentable es solamente el objeto científico, entonces lo moral, lo estético, político, etcétera, no será sinónimo de conocimiento empírico, porque la experiencia es una estructura formal constituida por principios invariables.

En otras palabras, la filosofía crítica concluye siendo no una metafísica de lo trascendente, sino una metafísica de lo inmanente, donde lo ontológico queda limitado a lo experimentado por el hombre.

Así, Kant en el capítulo de la Estética en la Crítica de la Razón Pura (CRP), define la estética como análisis de la capacidad intuitiva sensible o ciencia de lo aprehensible de modo puramente intuitivo. En la Crítica del Juicio (CJ) lo vincula con el análisis de lo bello y lo sublime en la Naturaleza y el arte o ciencia de lo que agrada o desagrada, sobre la base de la mera intuición sin mediación conceptual. En la Crítica de la Razón Práctica (CRPr) la doctrina elemental carece de una estética y empieza de frente con una Analítica, porque parte considerando la moralidad como un hecho posible por la libertad, que realiza la síntesis de la buena voluntad con la idea de legislación universal. Es decir, la libertad no depende de las condiciones de la intuición sensible sino que es autonomía de la voluntad que se da a sí misma la ley moral.

De este modo, si la CRP demuestra que no se puede afirmar nada de lo en sí, la CRPr establece la realidad de lo noumenal mediante la libertad que basta para sostener la moralidad. La CJ tampoco afirma que se pueda decir nada de lo en sí pero admite intuiciones sin mediación conceptual con su teoría de lo sublime, la hipótesis de la inteligencia arquetípica y la teleología inmanente. Lo bello no es inherente a las cosas, sino el producto del sentido estético. Así, Kant canonizó la subjetivización inmanente del arte. No obstante, considera que lo sublime eleva la razón al infinito. El sentido teleológico descubre, por su parte, una totalidad organizada de formas de vida, más, indagar su fin no es accesible para un entendimiento limitado por las formas a priori del espacio y el tiempo.

De manera que la ambigüedad de Kant en la consideración de la realidad de lo noumenal no transgrede su principio crítico que hace que la experiencia sea sinónimo de conocimiento empírico y con ello se mantiene dentro de la metafísica de lo inmanente o lo ontológico experimentable por el hombre.

Si la obra crítica de Kant no es una metafísica de lo suprasensible sino una metafísica de la experiencia, o sea una ontología restringida al fenómeno o al ente u hecho experimentable por el hombre, esto significa que busca hasta las últimas consecuencias evitar las fantasías especulativas de la llamada metafísica dogmática y, frente a ella, reafirmar el uso empírico del conocimiento.

La filosofía crítica de Kant constituye una ontología sin metafísica, porque no es una metafísica sino una ciencia de la razón que juzga a priori, pero sí es una ontología al referirse a los objetos que pueden ser dados a los sentidos. Por tanto, no es una filosofía que concierne a lo suprasensible, que es la meta de la metafísica trascendente. Incluso el término mismo “suprasensible” tiene dos lecturas. Una que concierne a los entes trascendentes de la metafísica dogmática, y otra que atañe a los enlaces no empíricos y a priori de la razón pura.

Todas estas conclusiones pueden extraerse de los trabajos clásicos de Kuno Fischer, Hermann Cohen, Alois Riehl, Benno Erdmann, Bruno Bauch, Ernest Cassirer, Richard Kroner, Norman Kemp Smith, H. J. Paton. Pero sobre la base de los estudios de Nicolai Hartmann, Heinz Heimsoeth, Max Wundt, Roberto Torreti, Herman Vleeschauwer, G. Lebrun, L. W. Beck, Lucien Goldmann, Martín Heidegger y Manuel García Morente, se abrió el camino a la consideración de Kant como ontólogo.

Ahora nos toca a nosotros precisar que tratase de una ontología que se condice con una metafísica de lo inmanente y, por tanto, no es cierto lo que afirma Kant en 1783 cuando dice: “La Crítica no es en absoluto una metafísica”. No lo será en el sentido de una metafísica de lo trascendente, pero sí lo es desde una metafísica de lo inmanente y subjetivo a priori. Lo más cierto es que Kant mismo no se daba cuenta de que estaba haciendo metafísica de lo inmanente, entendida como estudio de la condición subjetiva a priori de la razón pura. Y esto se trasluce en sus aseveraciones de 1791: “La meta de la metafísica es lo suprasensible”, “La ontología no concierne a lo suprasensible, es sólo el pórtico de la metafísica”.

De este modo se entiende que el tema primordial de la CRP no es una teoría general del conocimiento sino la posibilidad de la metafísica[1], el deseo de sacarla del mero tanteo y del juego entre puros conceptos. El conocimiento empírico no tiene que ver con la metafísica sino el conocimiento a priori. Así, la posibilidad de la metafísica es el examen de la posibilidad de la razón pura.

Desde Aristóteles la metafísica es ontología y teología a la vez. De ahí que Heidegger hable de pensar onto-teológico. Y termina con Wolff incluyendo a la cosmología y la neumática, así como sometiéndose al análisis matemático. Wolff confunde en su sistema el orden lógico con el orden real, lo cual Kant rechaza. Crusius, por su parte, se opone a convertir la existencia en un  predicado de orden lógico y define la metafísica como un conocimiento apriórico, lo que Kant recogerá. Kant nunca fue wolffiano ortodoxo y su progresiva separación entre lo lógico y lo real socavó las bases de la filosofía wolffiana.

Kant no buscaba liquidar a la metafísica sino restaurarla, pero ya en aquel periodo romántico reconocía la necesidad de una investigación que la preceda y le dé seguridad. Lo que desempeñó un papel crucial y le permitió encontrar a la philosophia prima que legitime y preceda a la metafísica, fue la nueva concepción del espacio y del tiempo, como intuiciones puras de la sensibilidad. Lo cual le permitirá distinguir la posibilidad lógica de una cosa con su posibilidad real y diferenciar a la Sensibilidad del Entendimiento.

La filosofía trascendental de la CRP no trata, por consiguiente, de las cosas sino de nuestra facultad de conocer. Es una gnoseología que funda la metafísica de lo inmanente en que el conocimiento sólo puede conocer a priori lo real o dado a la sensibilidad. Así, la ontología kantiana tiene una fuerte influencia del empirismo y se restringe al ente en cuanto ente, al ente que puede presentarse al hombre. O mejor dicho, en la exégesis kantiana de la ontología a priori de la razón pura falta precisamente lo que busca: la ontología real, y se queda solamente en la condición formal del mismo.  

No está demás señalar que la ontología formal kantiana es el precedente más importante del análisis existencial de la finitud del hombre por parte de Heidegger, en quien el Tiempo también es sólo el fundamento formal y no real del ser. No es casual que en la famosa polémica de Davos (1929) entre Heidegger y Cassirer, éste último rechace la interpretación heideggeriana que reduce todas las facultades del conocimiento a la imaginación trascendental, quedando solo la temporalidad del Dasein. A Cassirer le parece que tal reducción hace desaparecer la distinción entre fenómeno y nóumeno, ya que todos los seres pertenecen a la misma dimensión del tiempo y la finitud. El dualismo kantiano, según Cassirer, no involucra una oposición metafísica entre dos reinos del ser, sino entre el ser y el deber desde un único reino de la realidad empírica.

Efectivamente, Cassirer está en lo cierto cuando hace hincapié en que Kant se mueve en el único reino de la realidad empírica. Es por tanto un metafísico de la realidad inmanente. Así, el uso teórico de la razón pura en la CRP hace posible conocer el mundo natural ordenado según leyes; el uso práctico en la CRPr nos revela la ley moral, la libertad, el imperativo categórico y el mundo inteligible; y el uso estético y teleológico en la CJ reconcilia el mundo natural y el mundo inteligible. Pero a través de todos los usos de la razón pura ninguna de las ideas de la Razón (Dios, mundo y alma) dejan de ser de carácter regulativo y no constitutivo, y fruto de la imaginación, pues ninguna experiencia les da contenido empírico.

Ahora se entiende por qué la CRP fue recibida como una revolución del pensamiento que puso fin al intento de filosofar sobre lo sobrenatural. La doctrina del espacio-tiempo de 1770 reaparece en la CRP con fundamento trascendental. Para Leibnitz las cosas preceden al espacio y para Newton el espacio precede a las cosas. Kant se inclina primero por Leibnitz (1765) y luego por Newton (1768) pero terminará rompiendo con ambas concepciones (1781). La gran luz del año 1769 sería: el distingo entre sensibilidad y entendimiento, y la tesis de la  idealidad del espacio y el tiempo (que resuelve las antinomias o conflictos de la razón consigo misma). Si la inteligencia humana podría intuir entonces crearía el objeto del conocimiento como Dios, alma y mundo, de ahí la distinción entre uso lógico y uso real. La percepción revela la existencia de las cosas pero no como son en sí. Un carácter puramente metafísico está desligado de toda condición subjetiva humana.

Esto representa el rechazo de las mismas verdades de razón del racionalismo, tanto medieval como moderno, y todo lo que sobrepasa el entendimiento empírico según reglas a priori, incluso lo que se pueda afirmar por vía analógica, no trasciende el uso lógico del entendimiento. La filosofía crítica implementa, en buena cuenta, una restricción trascendental a priori tanto al racionalismo como al empirismo. De este modo, la prueba ontológica de san Anselmo sobre la existencia de Dios no rebasa nunca el uso lógico para constituir un uso real de la razón, y la prueba cosmológica de santo Tomás de Aquino no suministra ninguna prueba de realidad metafísica porque la categoría de causalidad solamente pertenece al mundo fenoménico y no al nouménico. Y cuando analiza el argumento teleológico rechaza tanto al mecanicismo como el panteísmo de Spinoza para inclinarse por el teísmo como intento superior de explicación, pero no como conocimiento sino como fe.

Por eso dice en la CJ: “Dios y el alma tienen realidad objetiva pero sólo en sentido práctico”, “la fe es completamente moral, es el sentido moral de pensar de la razón cuando admite aquello que es inaccesible e indemostrable al conocimiento teórico. La fe es confianza en la promesa de la ley moral”, “Por el camino de los conceptos de la naturaleza no es posible demostrar a Dios ni a la inmortalidad”, y por último, “la idea de Libertad es el único concepto suprasensible que demuestra su realidad objetiva en la naturaleza”, “el concepto de libertad da esperanza en lo suprasensible y amplía la razón más allá de los límites teóricos”, por eso “el argumento moral de la existencia de Dios completa la prueba físico-teleológica”.

Lo cual ratifica que el ser y el deber conforman el único reino de la realidad empírica de la cual el hombre puede tener conocimiento teórico, lo demás, incluida la metafísica, es solamente dominio de la fe. Berdiaev dijo en una ocasión que Kant había establecido la existencia de dos clases de realidad –fenoménica y nouménica- con razones empíricas y sin presuposiciones religiosas. Pero para Kant la razón teórica no puede percibir la verdadera realidad (ding an sich), sino que tiene conocimiento sólo del mundo fenoménico. La realidad verdadera es incognoscible y para Kant al hombre le está reservado solamente el conocimiento de la fenoménica realidad empírica. En consecuencia, la reconstrucción crítica del kantismo ha llevado a considerar a la metafísica dogmática como ilusión trascendental y a la religión como moralidad. Lo primero se llama criticismo o metafísica de lo inmanente y lo segundo es pelagianismo. Y todo esto se mantiene aun cuando en su última obra inacabada llega casi a decir que el hombre puede conocer a Dios intuitivamente, lo cual no le impidió mantener su desconfianza ante el misticismo.

De esta forma, la imposibilidad de demostrar la existencia de Dios y la inmortalidad del alma –antinomias de la razón- condujo a Kant a la revolucionaria tesis de la idealidad del espacio y el tiempo, como formas del sentido externo e interno. La conciencia humana no puede conocer científicamente lo suprasensible (uso dogmático teórico) pero siente la necesidad de pensarlas (uso dogmático práctico). La razón pura separada de lo sensible no es conocimiento, de lo inteligible no hay intuición sólo conocimiento simbólico, abstracto.

Ahora bien, la Deducción trascendental demuestra que el conocimiento empírico es producto de la espontaneidad de la mente, la cual a través de las categorías hace que los conceptos aparecidos en la intuición sean reconocidos como tales. Formalmente las cosas dependen de la mente pero materialmente no. El objeto no es el ente subsistente por sí mismo, sino lo que se sabe en la representación (lo múltiple unificado por la actividad sintética de las categorías). El objeto puro (objekt) es construido por el sujeto en el ámbito trascendental de lo a priori, lo cual es impuesto como forma que porta el ser de las cosas. Como lo explica Sixto García (Introducción a la filosofía de Kant, Lima 1981), el objekt es la unidad sintética determinada por principios trascendentales, con lo cual el hombre impone su código conceptual a la realidad y construye la realidad misma a partir de una metafísica de la forma que hace posible el objeto empírico. Así se demuestra la posibilidad de una ontología dentro de los límites de la experiencia.

La Deducción trascendental es oscura y su misión es demostrar que la razón nunca se refiere a objetos suprasensibles. Por eso su metafísica de la forma está en función de una metafísica de la realidad inmanente. La versión de 1787 enfatiza más la función del entendimiento, sin el cual no habría naturaleza. Y los conceptos primordiales del entendimiento son: categorías, conceptos de reflexión, ideas trascendentales, conceptos de finalidad, estéticos morales, etcétera.

La metafísica de la experiencia, no como doctrina del ente en cuanto ente sino como el ente en cuanto experimentable por el hombre, es fundamentado a partir de la deducción de las categorías. La primera parte de la Metafísica es la Ontología, como sistema de conceptos y principios que conciernen a los objetos de la experiencia, tal como es expuesta en la Analítica de los Principios.

Para Cohen la teoría de la experiencia en Kant es una teoría de la experiencia científica, para Bird es una filosofía de la experiencia ordinaria, para Torreti es una teoría de la experiencia humana en su estructura formal. Es cierto que la teoría kantiana de la experiencia no va hacia lo trascendente sino hacia lo trascendental, pero resulta limitado e insatisfactorio solamente dar un significado lógico a la teoría de la experiencia crítica. Para Kant la sensación revela la existencia, por ello las categorías enlazan las representaciones del pensamiento con los datos sensoriales. Los principios trascendentales del entendimiento tienen valor constitutivo y los principios trascendentales del juicio tienen valor regulativo (orientan la organización de la experiencia).

Justamente por ello la experiencia humana no solamente abarca el conocimiento empírico, sino también lo pensable, (Kant dirá en la CJ que “Dios es pensable por analogía”). Es decir, incluye lo que el filósofo de Königsberg considera como sentimiento moral, religioso y estético. Esto es, la teoría de la experiencia kantiana es teoría de la experiencia humana pero no sólo en la estructura formal del conocimiento empírico, sino también del saber metaempírico (religioso, moral, estético, teleológico). Pues la libertad no sólo es para Kant un concepto suprasensible sino también una realidad objetiva suprasensible, aunque la única en la Naturaleza, pues Dios y la inmortalidad no son considerados por él como conceptos suprasensibles con realidad objetiva en la naturaleza.

La tercera columna del edificio criticista es la Cosa en sí. Heidegger en su libro La pregunta por la cosa. La doctrina kantiana de los principios trascendentales (1935-36), afirma que la pregunta kantiana por la cosa equivale a la pregunta por el hombre. En su esfuerzo por determinar la “cosidad” de la cosa, piensa que es preciso comprender al hombre como el que salta siempre por encima de las cosas, pero ante cosas que se le ofrecen y que lo retrotraen por detrás de sí mismo. Pero para Kant la cosa en sí es objeto trascendental o nóumeno, es una idea indispensable en la organización de la experiencia, que resulta incognoscible en el terreno teórico, aunque pensarlo resulta valioso en su uso práctico moral.

Las cosas en sí son los entes independientes del conocimiento y con ello se suscita un grave problema. Por un lado sostiene que las cosas en sí son fundamento de los fenómenos y afectan la mente, pero por otro lado dice que no conocemos a priori ni a posteriori nada que no sea fenoménico. Declarar posible una existencia fenoménica para luego decir que no podemos justificarla con nada es  totalmente ambiguo y contradictorio. La interpretación idealista (Jacobi, Maimon, Beck, Fichte, Vleeschauwer, Lehmann) intentó eliminar la cosa en sí (representación de la propia actividad, conocimiento integral de los fenómenos, fundamento de la afección como objeto fenoménico), mientras que la solución realista intentó reafirmarla (Schultz, Riehl, Adickes, N. Hartmann, Torreti). Para Torreti nada sabe Kant de las cosa en sí salvo que no hay una para cada cosa.

Fenómeno es el objeto empírico posibilitado por la mente, que enlaza el concepto con la intuición; la cosa en sí es el objeto trascendental que piensa un objeto no sensible sustraído a la síntesis espacio temporal categorial. Para Kant resulta útil  y necesario concebir la representación abstracta de un objeto indeterminado o cosa en sí.

En la refutación al idealismo dogmático Kant es ambiguo, pues afirma que el fundamento del fenómeno es el proceso sintético de la mente y luego dice que es la cosa en sí; concede existencia a la materia y luego afirma que es fenómeno; dice que el fenómeno no agota la cosa pero luego dice que la cosa no es nada sin la sensibilidad; que existe algo independiente y luego que no subsiste. El concepto crítico distingue entre nóumeno positivo (objetos imposibles como cosas pensadas con categorías puras) y nóumeno negativo (objeto de intuición no sensible), el cual es un concepto límite de la sensibilidad, necesario y no arbitrario, e insiste en la afección en la mente.

Ciertamente que la doctrina del proceso de la autoafección que produce la intuición sensible interna es oscura, y ello no se disuelve cuando en su crítica a la psicología racional distingue entre ser y aparecer, pues al final admite que “sólo me conozco como fenómeno y no como soy”. En la crítica a la cosmología racional admite un mundo fenoménico traspasado por la indeterminación que da lugar a la acción libre. Incluso Dios es admitido como idea indispensable en la organización de la experiencia. Pero el acceso a lo suprasensible está dado no por la metafísica dogmática sino por la metafísica moral, de las tres ideas puras (Dios, inmortalidad y libertad) sólo la libertad demuestra su realidad objetiva (espontaneidad de la mente). Así el hombre es a la vez un ser fenoménico e inteligible, donde lo trascendente en lo teórico es inmanente en la práctica, no hay fe teórica sino práctica en lo suprasensible, y las categorías sirven en su uso práctico pensar lo suprasensible pero no para conocerlo.

En conclusión, la ambigüedad de la filosofía crítica, expresada en el distingo entre fenómeno y cosa en sí, no mitiga su metafísica de la inmanencia, por el contrario la reafirma, puesto que al final lo fundamental será el conocimiento del ente fenoménico y solamente subsistirá como postulado accesorio el ente nouménico. El refugio de lo suprasensible en el ámbito de lo práctico y su destierro del ámbito de lo teórico es parte del proceso nominalista del pensar de la modernidad en su avance de la metafísica de lo inmanente, del cual no se excluye Kant, y que impide asumir como evidencia primaria la presencia de las cosas que son, lo ontológico determinando lo epistemológico u óntico. La filosofía crítica es un paso decisivo hacia la metafísica de la inmanencia por cuanto en ella el pensar rebasa el ser, aun cuando en el terreno práctico todavía el ser rebasa el pensar.

Lima, Salamanca 12 de Octubre 2014



[1] Cf. Mi libro En torno al Problema del Ser en Kant.

viernes, 10 de octubre de 2014

FILOSOFÍA DE LO CÍVICO

EN TORNO A LA FILOSOFÍA
DE LO CÍVICO
Por
Gustavo Flores Quelopana
Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía
 
Es para mí un honor comentar la obra Vigencia y Trascendencia del Símbolo Hímnico del filósofo de lo cívico Julio César Rivera Dávalos.

La presente investigación constituye una fundamentación estrictamente científica y positiva de la himnología filosófica, ampliando notablemente el dominio de las ideas aprióricas, la fenomenología  del sentimiento y  demostrando conexiones esenciales en la esfera cívica. El efecto científico que ejercerá este libro,   el puesto que le corresponde en el contexto  de los trabajos del autor, junto  a  la relación del espíritu de la obra  con el espíritu del tiempo, modificará radicalmente  y de modo extenso la notable importancia que tiene la himnología filosófica.

Esta obra  tiene una posición central en el contexto  de los trabajos que  hasta ahora ha publicado el autor, por   cuanto contiene no solo la fundamentación de lo hímnico, sino que, además de esto,  incluye una serie de los puntos esenciales  de partida de su pensamiento filosófico en general. Nos estamos refiriendo al desarrollo de una teoría complementaria acerca de las relaciones estrechas  entre religión, lo cívico y lo moral. Todo lo cual contribuye a un ahondamiento  del concepto y fundamentación del principio  de solidaridad,  como basamento  de la nueva teoría de las formas esenciales  de los grupos humanos  y de la filosofía social. Es por ello que el autor deja planteado con exactitud y agudeza la teoría de la experiencia  de esencias  de lo cívico.

El espíritu que anima la filosofía hímnica  que aquí se expone  es el de un objetivismo y un absolutismo éticos  rigurosos. Incluso puede llamarse al punto de vista  del autor intuicionismo emocional y apriorismo material de los valores.  Por fin al autor  le resulta  de tal importancia  el axioma aquí expuesto  de que en el símbolo hímnico  los valores  consuetudinarios están subordinados  a los valores éticos cívicos, que incluso tiene valor positivo para las organizaciones  y comunidades impersonales.  Para  su satisfacción,  el autor puede confirmar, que el emocionalismo cívico ético  está estrechamente ligado al absolutismo moral  y al objetivismo axiológico,  tan indispensables en la presente crisis moral  arrasada  de relativismo y de subjetivismo.

  Para el autor  lo cívico y moralmente valioso no es  solamente la persona aislada  sino sobre todo  la persona que sabe originariamente vinculada  con Dios y el prójimo  que  se siente unida solidariamente con el todo el mundo del espíritu y con la humanidad. Esto es,  que    lejos  de promover  un estrecho  y miope nacionalismo por el contrario restituye el reino axiológico de las personas   a través  del principio de solidaridad. Es  decir,  el estricto personalismo de esta obra y la teoría  acerca  de la emocionalidad  cívico ética fortalece la decisión moral individual y colectiva  de cada persona.

Es más, precisamente porque la teoría  del autor se emplaza   en el centro vivo de la persona individual reivindica  su derecho de modificar la tradición  y de rechazar  con energía  cualquier dirección del ethos  que haga depender  el valor de la persona, esencial i originariamente,   de su relación con un    mundo  de bienes, costumbres y una comunidad que existe independiente  de ella, o que bien permite  que sea absorbida  por  relaciones externas. El sentido y valor final de esta obra  se mide, en último término, exclusivamente por el puro ser (No por el rendimiento ni la utilidad) y por la bondad más perfecta  que sea posible desplegar  en la más pura belleza  y armonía íntima de las personas.

Precisamente por estar centrado en el puro ser, el absolutismo ético y el objetivismo axiológico del autor va mucho más allá  de la ética  de bienes y fines  de Aristóteles,   de la ética  de las virtudes del estoicismo, de la ética del deber ser  de Kant, de la ética  de situación  del capitalismo, sin ir  a parar  en un objetivismo y ontologismo que fosiliza el espíritu vivo en un objetivismo esencial estático de los valores. En este  sentido, la postura axiológica  del autor  no tiene reparos en asumir  que los  valores se plasman y son vigentes  en cuanto son realizados conscientemente  por los actos espirituales vivos a través  de los sentimientos. Este es el sentido de su estricto personalismo.

Se puede sostener sin dubitaciones  que esta es la obra maestra  del autor, la cual encuentra  una potente inspiración en la ética  de Max Scheler. La tesis original  con la que critica  la himnología  consuetudinaria, concibe la existencia  de la emocionalidad cívico ética como un acto del espíritu vivo  de la personalidad  humana para captar valores específicos del reino de lo cívico. Aplicando la fenomenología,  la metafísica,  la dialéctica, la  axiología,  la semiótica y la hermenéutica  al símbolo hímnico   va a descubrir el reino ontológico de lo cívico a través  de  la emoción de  valores específicos  que son objeto de una intuición inmediata.

Esta vinculación entre lo axiológico y lo ontológico  lleva  al  autor a asentar lo legal  en la ética  del deber ser, a su vez fundar la ética  del deber ser  en la teoría  de las virtudes,  la que  a su vez se  basa  en la teoría de  los valores, y finalmente  esta teoría  se asienta en la intuición primaria del ser. Esto significa  que lo axiológico está basado en una metafísica  del ser.

En realidad, el autor efectúa un análisis fenomenológico del símbolo patrio, En dicho análisis  se va revelar un  a priori o un ser ideal que no es una posición del sujeto. Se trata  de una  intuición de esencia. Las esencias  son dadas  antes  de la experiencia y por eso son a priori. El contenido de las esencias es independiente de la observación y de la experiencia.  Por eso en la experiencia fenomenológica se dan los hechos mismos y de modo inmediato, y no por medio de símbolos, signos o formulas. Esto quiere  decir que el análisis del símbolo patrio  nos retrotrae a una intuición esencial en el que se distingue la categoría  como concepto  y como contenido de intuición categorial.

Esto quiere decir  que la experiencia fenomenológica es distinta a la experiencia de la cosmovisión natural  y de  la experiencia  de la ciencia. Es decir, la experiencia fenomenológica hímnica  trasciende  la expresión simbólica  y va al hecho mismo  de la intuición esencial  del valor contenido  en la emocionalidad ético-cívica. Por eso podemos decir  que la experiencia fenomenológica en la que se basa este libro  es  asimbólica, porque  en ella no cabe la separación  de lo “mentado” y lo “dado”. Esto quiere decir que recién en la correspondencia entre lo pensado y lo dado aparece el fenómeno hímnico. Dicha experiencia fenomenológica no tiene nada que ver con el prejuicio psicologista  de la percepción “intima”. Justamente el criterio consuetudinario que se servía como basamento tradicional de la hermenéutica hímnica  era  de carácter psicologista.  En consecuencia,  la experiencia fenomenológica  es capaz  de cumplir  con todo los símbolos posibles porque ella es principalmente  asimbólica.

Cuando se señala que la nueva clave  de la simbología hímnica  es la emocionalidad  cívico-ética  se está aludiendo a intuiciones   de esencias  y no a productos de la razón. Y esto es así porque el gran aporte  de la experiencia fenomenológica es haber demostrado que lo dado  sobrepasa a  lo pensado. La emocionalidad ético cívica  es un a priori porque se funda  en esencias.  Es una conexión “dada y no producida o fabricada por la razón de manera que es “intuida”  y no “hecha”. Se trata  de primitivas   conexiones de cosas, mas no de leyes de objetos por la sola razón.

Toda conducta cívica se cimienta en la intuición cívica, todo civismo debe también ir a desembocar a los hechos  de que dispone todo conocimiento cívico y a sus relaciones a priori. Pues  no es civismo  el conocimiento y la intuición misma cívica. Cívico es más bien, en primer lugar la formulación  según las leyes del juicio  de aquello que es dado en la esfera  del conocimiento cívico. Y es civismo filosófico aquello que se imita al contenido a priori  de lo que está dado con evidencia en el   conocimiento cívico. El querer cívico no debe emprender su camino, a través del civismo -mediante el cual ningún hombre se hace cívico-, sino  a través del conocimiento  y de la intuición cívica. Lo dado cívico  es un a priori material válido para una región especial de objetos. No está demás indicar  que la noción a priori que se maneja  en este libro no es formal ni racional como Kant, sino de índole fenomenológico.

De suyo se comprende la complejidad ínsita  en la  nueva clave del símbolo hímnico. Así, el valor   cívico tiene una vinculación triple. Por un lado, con el valor estético de los símbolos nacionales, con el valor moral que entrañan los mismos  y finalmente  con el valor religioso del sentimiento de lo sagrado o reverencia patriótica. Por su dimensión estética  su valor está depositada en objetos y cosas inmanentes, Por su dimensión ética su valor está depositado en personas, y por  su dimensión religiosa  se vincula a una entidad supra personal. Por ello el reino  del valor cívico involucra también,  y además  del sentimiento nacional, la consciencia de identidad nacional, el carácter nacional  y la mentalidad  nacional, como valores  cívicos propios.

 De modo que el valor cívico no representa la simple sumatoria  del valor cívico, moral y religioso, sino  que es una esfera valorativa propia.  El objeto cívico por excelencia  es la idea y sentimiento de patria,   y el valor cívico por su forma es una actualización de su dimensión estética, y por  su contenido una actualización de su dimensión ético religiosa. El acto cívico, de este modo, tiene por su contenido  una conexión ético religiosa  y por  su forma una conexión estética.

Así, no debe decirse  que el ser superior  del valor cívico se percibe sentimentalmente o que el valor superior es “preferido” o “postergado”. Antes  bien, el ser superior  del valor cívico, como de todo valor,   es dado forzosa y esencialmente en el preferir. El acto de preferir  no se equipara al acto de  elegir en general  y, por tanto, a un acto de tendencia. El acto de preferir  se realiza  sin ningún tender, elegir ni querer. Así decimos: prefiero la orquídea a la madre selva etc., sin pensar  en una elección.  El preferir cívico, como todo preferir valórico es de carácter  a priórico   y tiene lugar entre los valores mismos con independencia de los bienes. Un preferir de ésta  naturaleza comprende complejos enteros  de bienes. Todo lo cual supone  una superioridad ínsita  en la esencia de los valores respectivos.

Un valor simbólico auténtico como el del Himno Nacional implica que se haya concentrado en ella, simbólicamente, lo sagrado, lo bueno y lo bello; pero también posee, justamente por ello, un valor fenoménico propio, en nada relacionado con su valor como música y poesía. En este sentido el valor simbólico del Himno Nacional es que comparte un valor sacramental que hace alusión a su función específicamente simbólica de algo santo de una clase determinada.

El símbolo hímnico viene a ser parte de un complejo sensorial existente por sí, es decir de una tradición. Esto es, que se trata de un símbolo que ya pertenece a la esfera del medio, pero este medio que es la tradición tiene a la vez elementos fijos y móviles. De ahí que el autor mediante la propuesta de una letra perciba la necesidad de cambiar el curso del proceso sensorial del símbolo hímnico que está inserto en la tradición. Se comprende entonces que el símbolo hímnico sea parte de un vivir hechos que dan a lo cívico su unidad interna.

El valor del símbolo hímnico no es que se trate de un ideal (interpretación idealista y racionalista) ni de una interpretación (nominalismo) ni de una experiencia íntima (psicologismo), sino que es un hecho que pertenece al reino ontológico del ser y es captado por la intuición emocional del valor. Es decir, todo comportamiento primario respecto al mundo no sólo es representativa sino también aprehensión emocional de valores. Lo cívico no es moral, ni deber, sino intuición emocional del valor de lo cívico. Por eso lo cívico no implica una subordinación a lo ético sino una intersección.

Este libro marca un antes y un después dentro de las investigaciones de la simbología hímnica. Y las reflexiones no podrán seguir siendo como hasta hoy lo fueron porque el mayor logro de Julio Rivera es haber demostrado que la esencia de todo himno patrio es el carácter ético-cívico de un símbolo patrio. En otras palabras, un himno es un símbolo complejo, que involucra lo estético y lo consuetudinario, pero lo que lo hace especial es su vinculación intrínseca con la esfera ético-valorativa y,  es en este sentido, lo  trascendente.

De manera que no se trata de un símbolo estético más, sino de un símbolo que combina lo estético y lo discursivo, para captar su contenido esencial en la intuición emocional de los valores cívicos. Esta sola demostración es de alta estima, porque hasta el presente se creía que la vigencia de los himnos nacionales estaban supeditados a la esfera de lo estético y de lo consuetudinario, pero Rivera Dávalos tras un sutil análisis fenomenológico revela que no es así, y que por el contrario, lo que prima en este símbolo patrio es su simbología ético-cívica. De manera que a través del himno nacional se capta simbólicamente todo un universo valorativo que representa lo histórico y trans-histórico de una nación.

Este aporte es sumamente significativo, porque a partir de ahora ya no serán suficientes los análisis meramente historiológicos, historicistas, legalistas, sociológicos, psicológicos y positivos sobre un himno  patrio,  más bien es la reflexión filosófica valorativa, más que la estética y la lingüística, la que se muestra valedera para desentrañar su verdadero contenido.

Y Julio Rivera llega a este nuevo hito del planteamiento hímnico después de haber conocido las limitaciones de los mencionados enfoques. Hace diez años que apareció su primera investigación del tema, El mito de un símbolo patrio (2004), y por entonces primó el enfoque mítico. La principal conclusión, todavía válida, es que, sin involucrar el contenido verdadero encerrado en todo mito, se pueden generar pseudo-mitos o mitoides que manipulan consciente o inconscientemente la conciencia colectiva de una comunidad. Cuatro años después pasa a la etapa timética, El poder de un símbolo patrio (2008), donde analiza el dominio sobre la mentalidad nacional contenido en las letras de un himno patrio. Esta etapa es sumamente importante al destacar la preeminencia del factor subjetivo para la transformación de las condiciones objetivas.

Es decir, todo auténtico cambio viene de dentro hacia afuera y no de fuera hacia dentro. Esto indica ya una dirección ética que iluminaría en esta su tercera obra. Pero será en la presente obra, Nueva clave de un himno patrio y su trascendencia como  símbolo  (2014), donde efectivamente descubrirá la nueva clave, a saber, que el símbolo hímnico no puede ser entendido cabalmente a partir de su contenido estético y consuetudinario, porque la esfera ontológica con la que está relacionada va más allá del mero gusto y costumbre personal, y hunde sus raíces en valores constitutivos de la civilidad y eticidad.

De ahí que otro descubrimiento fundamental de Julio Rivera sea el ubicar y reconocer al valor de lo cívico dentro de la tabla jerárquica del valor y sin lo cual el símbolo patrio carece de verdadero fundamento autónomo. Lo cívico estaría por encima de los valores vitales, útiles, económicos y es hermano de los valores teóricos, éticos, estéticos y religiosos. O sea es parte de los valores superiores, pero además sirve de conexión entre todos ellos porque su contenido sintetiza ideas, valores, belleza y veneración. Este es un aporte sobresaliente que jamás fue anteriormente resaltado. Y al hacerlo eleva la filosofía del valor a una dimensión comunitaria con una dimensión universal,  donde el hombre se forja en su captación y realización constante.

Y esto vale subrayarlo porque lo cívico implica no sólo el reconocimiento  de los valores de la trascendencia de los valores morales, sino su ejecución habitual, es decir, la forja indeleble de las virtudes de  una  sociedad. No hay duda que la teoría hímnica de Julio Rivera está indisolublemente unida a la teoría de la virtud, como formación de hábitos que interiorizan la práctica del bien. Y en verdad, no existe otra forma más coherente de humanizar al hombre. La virtud de lo cívico, sin embargo, cobra una autonomía propia en su teoría simbólica hímnica, porque lo cívico es aquella esfera de la virtud con dimensión comunitaria. Ya lo decía el milenario sabio chino Confucio: “Enseñad con el ejemplo”.  Y efectivamente, revolucionar la vida pública en consonancia con la vida privada teniendo como eje supremo la práctica de la virtud cívica es su aporte insoslayable. Y esta práctica no sólo es oriental sino también de raigambre andina, no olvidemos que Cápac significa “virtuoso” y las máximas del Inca Pachacutec, trasmitidas por el Inca Garcilaso a partir de los escritos del Padre Blas Valera, ponen especial énfasis en la importancia de los valores cívicos.

Un himno patrio promueve valores cívicos y antepone lo ético a lo estético. La importancia de la filosofía para captar esta región profunda de la simbología hímnica queda resaltada con energía y claridad. Es por eso que sin lugar a dudas podemos considerar con toda justicia a Julio Rivera como el padre de la himnología filosófica.

A partir de este aporte trascendental no sólo el pensamiento filosófico sino también el  dirigencial  y político de  educadores, dirigentes y políticos deberán tener muy presente el análisis y las conclusiones de la presente obra, porque está llamada a forjar la base de la conciencia e identidad nacional y esclarecer un asunto que se mantenía en la penumbra de lo meramente estético y consuetudinario. Además, esta obra constituye una respuesta coherente a los afanes desnacionalizadores de la globalización neoliberal que en casi tres décadas de reinado –como bien se resalta en esta obra- lo único que ha conseguido es aumentar la desigualdad mundial hasta límites insoportables e inauditos.

Por eso considero un acierto que su autor haya considerado la fundación de una institución (Instituto de Investigación de la Mentalidad Nacional-IIMEN) para asesorar a los gobiernos que lo requieran y que contribuya en todas las naciones del mundo a forjar un sano amor a la patria a través del respeto de la estructura valorativa contenida en todo himno patrio, y cuya violación –según queda explicado- genera toda una serie de distorsiones no sólo en la mentalidad nacional, sino incluso en el propio progreso del país. Con este libro los líderes mundiales cuentan con una bitácora pedagógica y simbólica para fortalecer la mentalidad y conciencia nacional, como verdaderos fundamentos para desarrollar una cultura y vida espiritual generosa y solidaria.

Por último, esta obra resalta el valor de los valores del espíritu humano, y entre ellos el religioso, porque comprende muy bien que sin el ámbito de lo sagrado no existe un verdadero amor por la patria. Pues Dios y la Patria son dos ejes metaempíricos que ennoblecen la vida comunitaria y fijan la mirada del hombre en lo trascendente.


Lima, Salamanca octubre  2014.

miércoles, 8 de octubre de 2014

HEIDEGGER Y LA ONTOLOGÍA AUTÉNTICA

HEIDEGGER Y LA ONTOLOGÍA AUTÉNTICA
Gustavo Flores Quelopana
Sociedad Peruana de Filosofía
 
¿Existe una ontología auténtica? Si es que existe cuál sería su contenido. Heidegger tuvo el mérito de señalar que la metafísica occidental había perdido el rumbo y que en vez de pensar el ser pensaba los entes. Heidegger consideró que la ontología tradicional solamente alcanza lo más general del ente y se propone una ontología auténtica que comienza por la analítica existencial del ser que se hace la pregunta: el hombre. Pero su ontología existencial le resulta fallida porque no le abre el camino hacia la ontología auténtica. Entonces retoma una vía objetivista que al final no varía su posición romántica fundamental: el ser como totalidad perfecta contiene todas las posibilidades de los entes incluido el hombre.

Como se sabe la filosofía medieval concluiría, al desintegrarse la síntesis del tomismo, sustituyendo el criterio selectivo del ser como ser auténtico y verdadero por el ser en general del nominalismo (Escoto, Occam), lo que terminaría poniéndola en continuidad con la filosofía empirista de la modernidad. Más precisamente fue la filosofía del Renacimiento la que hizo el auténtico aporte del concepto cuantitativo mecanicista de ciencia y naturaleza, creado por los fundadores de la física moderna. Esta idea diluyó la concepción eidética del ser que era común a la metafísica de las esencias de la antigüedad y el cristianismo.

En suma, el concepto cuantitativo mecanicista de ciencia y naturaleza fue un golpe a la hegemonía de la ontología tradicional del ser como ser auténtico y verdadero a favor de la ontología especial de los entes.

El primer Heidegger de Ser y Tiempo está convencido que la falla estriba en el esencialismo platónico que termina por conceptualizar el ser y esta falla, según él, se repite a lo largo de toda la historia de la filosofía, a saber: poner un determinado ente en lugar del ser en cuanto tal. Así, según él, todos se quedaron en lo óntico en vez de avanzar hacia lo ontológico. A partir de esto proclama la necesidad de la destrucción de toda la metafísica precedente con el deseo de devolverle a la Metafísica una ontología fundamental. Y lo intenta partiendo de una interpretación hermenéutica del ser existente (Dasein) y precisamente del existente humano.

El Dasein no será la conciencia sino existencia, que es a su vez Ser-en-el-mundo, lo cual es estar en situación, entre posibilidades, impelido al cuidado, a la angustia, al ser para la muerte, incardinado en la nada, es decir, en la temporalidad. Su intento es ponerse más allá del idealismo y del realismo con su afirmación de que el existente es antes.

Pero en realidad el ser y el tiempo en Heidegger permanecen en el plano de la subjetividad trascendental y de la metafísica subjetiva de la esencia, por tanto no está más allá del idealismo y del realismo. A pesar de su intención de afincarse en una ontología fundamental y de proclamar que el tema del filosofar no es el hombre, ni la existencia sino únicamente el ser, no obstante no pudo evitar caer en una antropología trágica y pesimista.

Tras el fracaso de la ontología existencial emprende la vía objetivista en busca de la ontología auténtica. Es en Teoría platónica de la verdad (1942) donde aparece más claramente la aspiración ontológicamente fundamental. Ya no escribe “existencia” sino “ex - sistencia”, retorcimiento lingüístico que busca expresar que el ente no es jamás sin el ser o que siempre es ex – céntrico. Si no está incardinado en el ser no puede vivir. Pensamiento sumamente oscuro, porque cómo puede saltar al ser un ente que todavía no es. Más sencillo era decir: el ser mismo es lo que hace posible todo.

Pero a diferencia del subjetivismo clásico el segundo Heidegger afirmará que el hombre no es el ser, ni amo del ser, sino sólo el “custodio” y el “pastor” del ser. Si para Sartre lo único que existe es el hombre, para Heidegger es el ser. Con esto termina tal como concluyó la filosofía griega al debatir en torno al problema metafísico de la Unidad (dividida en Heráclito, compacta en Parménides, sintetizada en Platón y Aristóteles, sobrevalorada en Plotino) terminó con la desvalorización del devenir, lo múltiple y el mundo. Heidegger, parecido a Plotino, está centrado en una contemplación deificadora del ser, y, como él, retorna y representa al pináculo de la desintegración de la síntesis platónico-aristotélica entre lo Uno y lo Múltiple. Para Heidegger, como para Plotino, lo único que tiene sentido es el Ser-Uno mientras que lo múltiple y el devenir queda descalificado.

Pero Heidegger no es un griego sino un hijo de la modernidad y por tanto su reacción es doble: por un lado reacciona volviendo al Uno helénico y por otro lado reacciona contra la dirección óntica de la filosofía moderna, en especial, y, en general, de toda la filosofía desde Platón, según él. Pero la verdad es que el pensar óntico, que surge a finales del Medioevo y se fortalece en el Renacimiento con el surgimiento del pensar cuantitativo, se establece con señoría desde la modernidad. Es la filosofía moderna la que considera lo “dado” a los sentidos como lo verdadero y el empirismo resulta siendo un profundo resentimiento contra lo ontológico en general. Heidegger va en sentido inverso y emprende otra forma de crítica resentida, esta vez contra el mundo, y con ello pierde de vista no sólo la síntesis metafísica entre lo uno y lo múltiple, el ser y los entes, alcanzada por Platón y Aristóteles, sino que, también al rechazar la idea cristiana de Dios creador, desemboca hacia una completa falsificación de la imagen del mundo, donde el Ser ontológico buscado convierte en un supraser que da sentido incluso a la divinidad.

Precisamente el absolutismo ontológico del supraser del último Heidegger no sólo constituye la renuncia al ente, en reacción a la filosofía moderna que lleva en su raíz empirista la renuncia al ser y su remplazo por lo óntico, sino, que al hacer que el ente aspire del no-ser hacia el ser (to on), de la apariencia a la esencia, es un agón cósmico que corre hacia lo divino y con ello obvia la inversión del movimiento ontológico impreso por el cristianismo, a saber, el sentido antiguo de aspiración de lo inferior a lo superior es remplazo por el descenso de lo superior a lo inferior para hacernos igual a Dios.

En Heidegger el ser no desciende sino que el ente asciende, no hay acto creador sino participación únicamente. La ontología del segundo Heidegger se retrotrae al esquema griego donde lo inferior aspira a lo superior. Mientras en el cristianismo Dios no tiene ningún logos sobre sí sino que debajo de su acto amoroso está el logos, en Heidegger lo divino está debajo del logos, de un misterioso y recóndito Supraser, que no conoce acto amoroso alguno y actúa por ciega necesidad. En el Supraser no hay ninguna inclinación hacia los pecadores, hay ser en vez de nada por un oscuro salto de los entes hacia el ser.

La razón de todo está dada: primero, en la negación de la vinculación entre lo ontológico y el valor, el ser no sólo es sino que vale, y el valor no sólo vale sino que es.  Esto conduce a Heidegger a la falsa estimación de la metafísica de la idea cristiana del amor, lo cual no es un error histórico ni religioso sino filosófico. Pero además, se deja arrastrar por positivas deformaciones de la moral y la metafísica cristiana.

Esta deformación se deja ver claramente cuando afirma que la filosofía fue originariamente –en los presocráticos Heráclito y Parménides- un corresponder que traduce a lenguaje el llamado del ser del ente, y a partir de esto desarrolla su acusación de un cambio de pensar operado desde Sócrates y Platón donde el Ser no es entendido ya como lo que suscita el pensar y el decir sino como Principio, Razón y Cálculo. Este cambio de pensar llega a su perfección, según él, con Aristóteles y el cristianismo como “pensar onto-teológico”, supone a Dios como un ente, el supremo. Con esta evaluación deformada Heidegger postula la interrogación no por el ser del ente, sino por el Ser en cuanto ser. De este modo, se sitúa en la famosa pregunta por el fundamento de Dios, la godhead o el fundamento del fundamento, pensado por el maestro Eckhart y Schelling.  

Heidegger mete en un mismo saco el pensar metafísico griego y el pensar metafísico cristiano y los hace responsables de haber creado un cambio de pensar metafísico que ha encontrado su final en el desarrollo de las ciencias. En otras palabras, el pensar onto-teológico es el verdadero responsable por haberse desembocado en el pensar nihilista. A partir de esta evaluación desfigurada Heidegger insistirá en señalar que la tarea del pensar es abandonar el pensar onto-teológico, precursor de la era técnica, y replantear la posibilidad de un pensar que interrogue por el Ser en cuanto ser. En su explicitación argumenta que la filosofía antes que búsqueda (Platón) fue armonía (Heráclito), y el temple de ánimo que lo posibilitó fue el asombro, en cambio para el hombre moderno es la angustia ante el ser.

En estas consideraciones se dan mezcladas consideraciones acertadas (como aquella que considera el pensar onto-teológico como precursor de la era técnica y del nihilismo) con apreciaciones erróneas (como atribuir a Platón y al cristianismo la responsabilidad del pensar onto-teológico).

En primer lugar, no es cierto que desde Sócrates se comienza a pensar el Ser como razón, cálculo y principio. Platón, Plotino, San Agustín y Eckhart, se propusieron conocer sin conceptos, objetividad ni representación. Se plantearon pensar sin olvido del Ser. Buscaron el ser en sí que está más allá de toda esencia, en la negación de la negación y que no termina en un puro concepto trascendente. El caso es que Heidegger no siempre ve esto claro.

En segundo lugar, la metafísica cristiana en su idea de Dios retiene y desarrolla esta manera de pensar sin objetividad, pero lo peculiar de ella no es precisamente esto sino que lo trascendente viene al mundo, lo ama, se interesa por él, crea el mundo por amor. Este nuevo aspecto de la metafísica del amor, que es piedra de escándalo para la mentalidad griega –regida por el principio de la inmutabilidad del Primer Principio-, será totalmente ignorado por el primer y segundo Heidegger.

En tercer lugar, el pensar onto-teológico en vez de asentarse con pleno derecho desde Sócrates, Platón, Aristóteles y el cristianismo, tiene su verdadero punto de partida en el pensar nominalista del final de la Edad Media y en el empirismo moderno, para el cual las esencias dejan de ser realidades para ser reducidas a productos de la subjetividad humana, a puros conceptos y donde lo único real será lo fáctico, sensible y observable. Aquí y no en otra parte tiene lugar el auténtico olvido del ser.

Y en cuarto lugar, lo más grave es que estas deformaciones llevan a Heidegger a desfigurar toda la historia del pensamiento filosófico y, lo que es peor, a proponer una falsa solución, a saber, la nueva ontología auténtica. Esta ontología auténtica no es tal, porque en realidad conduce a pensar el Ser en su recóndita incognoscibilidad y aislamiento absoluto. Con ello la síntesis entre lo trascendente y lo inmanente del Ser queda rota, la Unidad oscurece la realidad del devenir, lo múltiple queda subestimado como ilusión del pensar nihilista y la imagen de la realidad completa queda trastocada. Heidegger representa la imagen del mundo del mundo burgués en descomposición, sin equilibrio y presto a exageraciones irracionalistas y a un misticismo oracular.

Esto se aprecia con mayor claridad en el abordamiento del sentido del ser. Su lenguaje impreciso, oscuro e ininteligible hace difícil entender a Heidegger en este acápite. Por eso fue acusado injustamente de nihilista, pero en realidad piensa el ser como tal (el ontológico) en oposición al ente (el óntico). Entonces, desprovisto ontológicamente de determinaciones concretas aparece como la nada (una nada determinado), y el ente determinado u óntico no es el ser mismo (lo que ya encontramos en el Parménides de Platón y Demócrito). En otras palabras, el ser ontológico en comparación con el tangible ser óntico es de apariencia pobre, pero resulta siendo lo más rico del mundo. Esto le permite decir paradójicamente que el ser ontológico es la nada determinada, no la Nada. Esta diferencia entre Nada y nada determinada (ser ontológico) se prestó a  muchas confusiones, pero ya fue tratada en la filosofía griega.

No está demás precisar que el Ser ontológico de Heidegger no es Dios, está antes de todo lo divino; ni es fundamento del mundo (“El ser no es Dios ni el fundamento del mundo”); ni es el ser común en abstracto (ens in communi); ni acto esencial (actus essendi) o fundamento ontológico del que derivan las esencias; tampoco es ateo, como sostuvo Sartre. En su conferencia La Cosa deja en claro que el Ser no es ni el cielo ni la tierra, pero unifica cielo y tierra, mortales e inmortales. Como ya dijimos, Heidegger quiere moverse en el terreno previo al teísmo y ateísmo para conquistar el ser en cuanto tal.

Esto explica que a Heidegger le parezca Hegel un metafísico óntico. En su afán de rebasar todo pensamiento conceptual deriva en una suerte de mística o romanticismo, donde a final de cuentas la ontología auténtica asume un cariz objetivista, en el sentido de asumir al Ser como totalidad perfecta que contiene todas las posibilidades de los entes incluido el hombre. Pero esta totalidad perfecta quiere pensarla como la historicidad de la historia. En Sein und Zeit muestra un camino de acceso al ser desde el tiempo. No le satisface por estática la antigua metafísica de esencias, ni está satisfecho con la búsqueda de un absoluto en lo relativo de la historia, como en Dilthey y Troeltsch, sino que va en pos de un fundamento pre-ontológico histórico que permita elevarse sobre la temporalidad y la finitud sin caer en lo estático ni en el relativismo. A esto le llama la historicidad de lo histórico.

Su equilibrismo entre lo estático de la metafísica antigua y lo dinámico de la metafísica moderna quiere resolverla con una ontología auténtica del Ser en cuanto ser. Pero como se trata de un Ser recóndito y misterioso, que no es fundamento de nada y a su vez es fundamento de todo, no actúa por amor ni por necesidad, es la indefinición más imaginable posible, lo más inconceptuado de lo concebible, entonces su ontología auténtica se convierte en la búsqueda de lo inefable e indecible. Lo cual muestra que en su intento de superar el nihilismo de la subjetivización solipsista del concepto estático, exageró la nota hasta el punto de desembocar en otra clase de nihilismo, el de la ontologización objetivista. La cual en su pretensión de superar el carácter estático de la metafísica de la esencia y evitar el carácter dinámico de la metafísica relativista moderna, ignoró el aporte esencial de la metafísica del amor del cristianismo –que posibilita la síntesis entre lo finito y lo infinito- para derivar hacia el misticismo del Ser en cuanto ser, desprovisto de las determinaciones ónticas del ente y que se constituye en una nada determinada constituyente de la historicidad de la historia. Su ontología auténtica encalló en la oscura definición del ser que “es él mismo”, donde resuenan los ecos del veterotestamentario “Soy el que soy”.

El camino de la ontología auténtica que Heidegger concibió pretendía acercarnos al ser alejándonos de los meros conceptos y juicios condicionantes. Así, la Verdad será el desocultamiento del ser y no el mero juicio. “La esencia de la verdad es la libertad”, nos dice. La verdad no es el ser, pues una veces desocultará y otras veces no lo hará. La verdad solamente es probabilidad libre, ante lo cual sólo resta la expectativa del acontecimiento. La verdad es el lugar donde el ser se revela. La revelación del ser resulta, según Heidegger en Sendas perdidas, del lenguaje, que no es instrumento humano sino el ser mismo en su revelación. Esta concepción del lenguaje como Revelación del ser muestra la fuerte presencia de perfiles teológicos en su filosofía.

En conclusión, Heidegger anatemiza la metafísica tradicional porque dice que desde Platón se toma al Ser como idea, esencia y concepto. Plantea la superación del pensar que toma al ser como ente (óntico) y propone pensar el ser en cuanto ser (ontológico). Pero su ontología auténtica en su afán por superar la quietud de la metafísica de las esencias y el relativismo de la metafísica dinámica deriva hacia el inefable Ser que “es él mismo”. Con esto restaura la nueva quietud e indiferencia del Ser en cuanto ser, donde no se sabe por qué los entes finitos aspiran a esa nada determinada. Desprovisto de la metafísica del amor el postulado del Supraser heideggeriano se muestra esquivo y remiso a cualquier comprensión coherente y clara.

Y lo más serio es que lejos de encaminar a la metafísica hacia una nueva síntesis superadora de la ruptura entre lo trascendente y lo inmanente, la Unidad y la Multiplicidad, lo finito y lo infinito, que nos descamina hacia el nihilismo, resulta haciendo es un paso hacia atrás, hacia la restauración de una ancestral metafísica mitocrática de la revelación de lo inefable. La metafísica mitocrática de la alethéia no necesita ser restaurada, sino equilibrada con las restantes metafísica históricas (de la esencia, del amor, del percipi, de lo virtual). En este sentido, la ontología auténtica de Heidegger resulta siendo inauténtica y descaminadora para enfrentar, solucionar y superar el abismo nihilista de la posmodernidad occidental.


Lima, Salamanca 08 de octubre 2014