domingo, 14 de febrero de 2016

FILOSOFÍA VIRREINAL Y NEOESCOLÁSTICA LIBERADORA

EL SEGUNDO PERIODO DE LA FILOSOFÍA VIRREINAL
SOBRE LA NEOESCOLÁSTICA UTÓPICA-LIBERADORA
REINADO UTÓPICO-MORAL
(1650-1750)
Gustavo Flores Quelopana
Sociedad Peruana de Filosofía
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Si el primer período de la Filosofía Virreynal peruana lleva la impronta humanista del sistema clásico de Derecho de la neoescolástica barroca de Salamanca y Coimbra; el segundo período se caracteriza por una neoescolástica liberadora y el reinado de la teología moral, que culmina en los exitosos experimentos socialistas de las reducciones jesuíticas, los cuales constituían un modelo social contra los abusos de los indios en América. De modo que la neoescolástica liberadora presenta un legado teológico que fusiona el neotomismo metafísico y jurídico con el providencialismo histórico agustiniano. Y las reducciones jesuíticas son el testimonio de la lucha por la Ciudad espiritual, el bien temporal y pneumático de la sociedad.

Recogiendo el aporte de la escolástica de la contrarreforma o del barroco, la filosofía virreinal peruana se convierte en protagonista del desarrollo de la idea de los derechos humanos en el Nuevo Mundo, no solamente en su primer periodo, sino también a lo largo de toda la Colonia, aunque con diversa intensidad. Efectivamente, la esencia de la filosofía virreinal nos hace comprender que no hay libertad ni justicia sin que la Otredad sea asumida como Persona a través del Amor. Y en la asunción de la Otredad la figura central es el indio. El mensaje político que se derivaba de la filosofía virreynal era abiertamente liberador y contrario a los intereses coyunturales de sumisión de la Metrópoli.

Los derechos humanos y la idea de la libertad individual no tienen su origen ni en la Antigüedad con los estoicos, ni en la modernidad del siglo dieciocho, sino que se retrotrae al siglo dieciséis, con las escuelas de Salamanca y de Coimbra, y aun más, al siglo catorce cuando cae la unión cristiana, y al siglo trece con santo Tomás de Aquino.

Es decir, se remonta cuando surge un nuevo modelo de visión política basado en la distribución del bien común dentro del espíritu de la caridad cristiana. Ante la avanzada del nominalismo jurídico en el Viejo Mundo de la modernidad en plena secularización, que colocaba como fundamento último a la ley en vez del amor, reacciona la neoescolástica neotomista barroca con Bellarmino, Mariana, Suárez, Soto y Vitoria, quienes fundamentaban correctamente los derechos humanos iluminando a la vez la realidad trascendente e inmanente del ser humano. Esto era una demostración palmaria que la filosofía cristiana corría pareja al de la filosofía moderna, pero sin compartir su característico racionalismo autónomo, naturalismo matematizante, subjetivismo gnoseológico y la preponderancia metafísica de lo inmanente sobre lo trascendente. La Contrarreforma acentúa en la filosofía colonial los problemas praxiológicos de la filosofía pero defendiendo con más énfasis la interdependencia de la caritas con la historia.  

Esta es la principal lección recogida por la filosofía colonial novohispana. Así se entiende por qué la filosofía colonial cuestionó la dominación española y buscó eliminar sus excesos y sus abusos sobre la base del humanismo teológico, el probabilismo y el peripatetismo reformista. En una palabra, la idea central de la filosofía colonial peruana será llevar la luz sobrenatural no sólo al conocimiento de Dios, sino, principalmente, al amor activo. Esto, en términos prácticos, significaba que la ley civil no podía estar sobre la ley moral y la ley divina, porque el fin supremo es el amor. Y fue justamente esta profundización en el problema de la Otredad desde el amor la que transportaría a la causa de la Independencia. La idea de la libertad no nace intramuros en la Independencia sino en el pasado colonial antiesclavista, y extramuros la igualdad dieciochesca tiene su antecedente real no en el liberalismo ilustrado, sino en la filosofía política que se remonta a la neoescolástica barroca de Salamanca y Coimbra, la misma que encontró su inspiración en la filosofía de Santo Tomás de Aquino.

El primer período Humanista Teológico de la Filosofía Virreynal peruana, que lleva la impronta del sistema clásico de derecho de la neoescolástica barroca de Salamanca y Coimbra, marcó a fuego el derrotero de las ideas durante la Colonia. Esto ocurrió como una reacción al carácter violento de la Conquista española. En otras palabras, con la entrada de los hispanos al Cusco en 1534 concluyó la conquista político-militar por Francisco Pizarro, pero recién comenzaba la conquista ideológico-espiritual del nuevo reino. Estas nuevas circunstancias permiten entender mejor por qué la filosofía colonial en su primer período no es simplemente una trasposición mecánica de la escolástica medieval, sino que, por el contrario, representa el desarrollo sui géneris de la neoescolástica novohispana.

El rey de España Carlos V, por cédula real de 1542, daba fin al Imperio inca o Tahuantinsuyo que, a partir de las nuevas leyes en 1542, entró a formar parte del Virreinato del Perú, en reemplazo de la antigua Gobernación de Nueva Castilla, otorgada a Pizarro. Su extensión era tan grande que incluyó los actuales Panamá y Chile, de norte a sur, a excepción de Venezuela, y, hacia el este, hasta Argentina, con la excepción de Brasil, que pertenecía al Imperio portugués. Su primer virrey, Blasco Núñez Vela, nombrado por real cédula del 1 de marzo de 1543, resultó ser tan anodino e ineficaz que no sólo no pudo ejercer la autoridad real debido a las pugnas entre los pizarristas y almagristas por el dominio del Virreinato del Perú, sino que terminó siendo asesinado por Gonzalo Pizarro. El asesinato produjo pasmo y la corona dispuso castigar severamente a quien había atentado contra el representante del rey en territorios conquistados. Carlos V envió al astuto y taimado Pedro de la Gasca, con el título de Pacificador, quien seguro de haber infundido la traición entre los partidarios de Gonzalo Pizarro, se enfrentó al conquistador, cerca del Cuzco, en 1548. Gonzalo Pizarro vio lleno de indignación y desprecio que sus capitanes se pasaron al bando de La Gasca y la derrota fue aplastante. En el Cuzco fue ejecutado por delito de alta traición al rey.

A la Gasca siguió el virrey Antonio de Mendoza, nombrado en 1551, era un hombre limitado en ideas e iniciativa, incapaz de dar término a casi 40 años de desorden administrativo. Así que después de Francisco Pizarro la otra gran figura de estos años iniciales del virreynato peruano fue Francisco de Toledo, sagaz organizador y férreo conductor, quien, entre 1569 y 1581, logró establecer el recuadro político-administrativo que regiría por muchos años el Perú colonial. Apenas llegado a tierras peruanas Toledo actuó como un estratega militar, se informó de todo cuanto había sucedido, realizó varias visitas generales a distintas partes del virreinato, tuvo registro de los recursos humanos y naturales, reconoció la inexistencia de un adecuado sistema tributario porque no había un reconocimiento del total de habitantes del virreinato, y estableció las reducciones de pueblos indígenas (cerca de 500 familias) para saber con exactitud la cantidad de tributo que debían entregar. Impuso la distribución del trabajo indígena por medio de la mita y con ello proveyó de mano de obra a las minas de plata de Potosí y a las minas de mercurio de  Huancavelica.  Fue  prácticamente  Toledo  el que convirtió al Perú en un país minero y en uno de los centros más importantes de producción de plata en el mundo entero. En el Perú prehispánico el oro y la plata tenían fines ceremoniales y religiosos más no económicos. En una palabra, Pizarro conquistó y Toledo organizó el virreinato del Perú. Los virreyes que continuaron transitaron sobre sus carriles, logrando que el Virreinato del Perú sea el más importante virreinato de América.

No obstante, la eficiente organización emprendida por Toledo era controvertible para los teólogos antiesclavistas, sobretodo porque subvertía la conciencia cristiana y porque violaba el derecho de gentes tan preconizada desde la escuela de Salamanca y de Coimbra por Vitoria, Soto, Mariana, Suárez y otros pensadores que representaban la respuesta cristiana a la secularización creciente de los moderni. La refutación vendría desde Bartolomé de las Casas hasta la nueva ola neoescolástica humanista novohispana encabezada por los obispos Valverde y Solano, los catedráticos limeños Esteban de Ávila, Sánchez Renedo y José de Acosta, los pensadores neoplatónicos indios Garcilaso Inca, Guamán Poma de Ayala y Juan Santa Cruz Pachacuti, tomistas, suaristas (hermanos Peñafiel), escotistas (Fray Jerónimo de Valera) y místicos (Antonio Ruíz de Montoya), provenientes de las más diversas órdenes. En otras palabras, si la brutalidad de la Conquista engendra la reacción de un Bartolomé de las Casas, la explotación implantada por Toledo da origen desde un Garcilaso Inca hasta un Ruíz de Montoya.

Pero la riqueza y la prosperidad suele adormecer la conciencia y al periodo turbulento sigue otro de estabilización muelle sobrellevada con una retahíla de consejos y reflexiones morales. Así, al combativo periodo humanista teológico sigue otro de serena teología moral. Otros son los tiempos y otras son las figuras. Al azorado indio peruano no le quedó más que adaptarse a las nuevas condiciones. Por lo demás el régimen toledano astutamente había sentado las bases para la alianza entre conquistador y curaca para le explotación del indio plebeyo. La élite curacal indígena era favorable al reformismo cristiano, y prefería cerrar los ojos ante los oscuros fines de dominación política y explotación económica del imperio español basado en la mita y en la encomienda. Si el curaca estaba abierto a la colaboración, integración y mestizaje con el conquistador, el indio llano se mantenía aferrado a sus costumbres y creencias tradicionales. De ahí que fueron necesarias emprender varias campañas de extirpación de idolatrías para tal fin. Los indios y mestizos intelectuales fueron de otro parecer. Así, el Inca Garcilaso de la Vega preconizó un mesticismo autonomista y Guamán Poma de Ayala un autonomismo indio. De modo que es absurdo y antihistórico ver a los indianistas como un bloque homogéneo contra los hispanistas.

Si el primer periodo está sumido en medio del abuso y tropelías de los conquistadores, en cambio el segundo período (1650-1750) está inserto en medio de los abusos de los corregidores y la inercia inoperante de los alcaldes mayores, bases administrativas y sociales sobre los que se basaba la estabilización del nuevo reino y por ello resultaba muy importante el debate sobre la teología moral. Pero si la obra intelectual reflejaba la crisis del momento, tenía escasa repercusión en el campo práctico. Así, el pueblo indio padece un calvario en las minas y con los corregimientos, salvo los indios artistas que aliviaron su situación proviniendo de una civilización estética, adaptándose bastante bien al desarrollo artístico colonial; por su parte los curacazgos luchan por mantener sus privilegios, aunque no faltaron caciques que se vieron envueltos en revueltas contra el corregidor, los hispanos nobles se enriquecen y los hidalgos se acomodan a las prebendas burocráticas del régimen. A la epopeya de la conquista le sigue la épica del humanismo teológico, y a la lírica de la estabilidad virreinal le sigue la elegía del probabilismo. Más tarde sobrevendrá el drama de la inestabilidad colonial y su odisea de la independencia, donde los intelectuales novohispanos son sacudidos por el predicamento de los filósofos racionalistas y empiristas del Viejo Mundo. Aunque dicho sacudimiento acontece de modo muy particular y propio.

En realidad, durante el siglo diecisiete, y durante todo  el  virreinato  del  Perú,  ningún virrey llega a la altura de Francisco de Toledo, particularmente el siglo diecisiete es un tiempo mediocre, burocrático, servil, lleno de abusos y corrupción administrativa. Si algo anima este periodo, que representa la decadencia de los Habsburgo, son las figuras de Medrano, Diego de Avendaño y la polémica sobre el probabilismo. Es en este siglo donde la afirmación de Felipe Barreda y Laos se ajusta aproximadamente a la verdad: “…la obra cultural dominada por dos objetivos fundamentales: la sumisión política y económica a la Metrópoli, y la sumisión espiritual a la soberanía absoluta de la religión”. Sólo que aquí hay que hacer la salvedad discrepante que la susodicha “soberanía absoluta de la religión” no significó siempre sumisión política y económica a la Metrópoli. Todo lo contrario, pues el humanismo teológico del siglo dieciséis y el probabilismo del diecisiete se caracterizó por un cuestionamiento de los objetivos políticos, esclavizantes en la práctica, de la España imperial. Ahora se entiende mejor que la filosofía colonial peruana desempeñó un papel progresista durante el Virreynato, puesto que buscó suavizar la dominación extranjera preconizando atrevidas reformas sociales dentro del espíritu de la justicia y caridad cristiana. Así, la mayor parte de los filósofos y pensadores coloniales fueron proclives al reformismo político antiesclavista cristiano. Insistimos en que no hay que confundir el interés de todas las órdenes religiosas por el triunfo de la fe católica con el interés de la Metrópoli de someter a los súbditos al poder establecido.

Es muy singular que el periodo que nos ocupa, de 1650 a 1750, coincide en cierta forma con el que fuera estudiado por Paul Hazard en su fundamental obra La crisis de la conciencia europea, aunque él lo restringe a un espacio más reducido de treinta y cinco años comprendidos entre 1680 y 1715. Para Hazard en esos años madura la rebelión frente a los dogmas de autoridad y destaca cómo contra las fuerzas que negaban la religión quedaba sólo un hombre: Bousset. Ya Pascal y Bousset advirtieron de los peligros del racionalismo cartesiano, pero si bien Hazard señala que hasta la segunda mitad del siglo XVII la civilización occidental había tenido un fundamento cristiano y católico, sin embargo no advierte que destruido dicho fundamento clásico-cristiano ya no era posible salvar ningún valor de orden espiritual, y con ello el racionalismo, el empirismo y la Ilustración quedaban incapacitados para fundar una nueva civilización. Entonces, debe llamar la atención que en el Virreinato del Perú en 1637 se discutiera en la Universidad sobre la instauración de las cátedras de medicina, en 1638 se instalan las cátedras Víspera y Prima de medicina, en 1678 se fundara la cátedra de Matemáticas y en 1691 la de clínica interna en la Universidad de San Marcos. Es decir, el interés por la ciencia iba al compás del Viejo Mundo, pero la juventud todavía no sentía inclinación a las ciencias y éstas vivían entre aulas casi desiertas. En otras palabras, la crisis del fundamento clásico-cristiano y el advenimiento del regnum hominis también se dará en tierras americanas y sin retraso histórico, pero nunca con la radicalidad del mundo europeo. Más bien, dicha radicalidad se hará presente en tierras americanas desde la segunda mitad del siglo dieciocho, pero incluso lo “radical” sería más de índole ideológica y política que científica. Es decir, no hubo retraso ideológico aunque sí científico en los virreinatos de la Nueva España.

Esto va contra la creencia generalizada que sostiene que aquí nos retrasamos casi un siglo de los avances europeos desde 1650, o sea desde que comenzó la crisis de la conciencia europea. Viejos astrólogos seguían existiendo en el Nuevo y Viejo Mundo y no es exacto afirmar que desde la fundación de la Universidad de San Marcos, o sea ciento veinte años, no hubo nada de ciencia por estos lares. Pues no es que las ciencias naturales estuvieran abandonadas, sino que estaban dominadas por el paradigma de la tradición organicista, mientras que la tradición mecanicista era todavía una novedad que se abría paso lentamente.  Que durante el siglo diecisiete el poder de las órdenes religiosas en la Universidad de San Marcos aumentara no significa necesariamente decadencia ni que cundiera la completa insuficiencia científica ni que se propagara la intolerancia.

Es cierto que se repetía la exclusión de la filosofía de Escoto que se hacía en la Universidad de Salamanca desde 1628, pero también es cierto que el monopolio educativo de la iglesia no se oponía a las matemáticas, ciencias naturales y medicina. Igualmente, es una exégesis perfectamente razonable ver a la tendencia matematizante de la revolución científica del siglo diecisiete como un triunfo del platonismo agustiniano sobre el aristotelismo tomista, era la victoria del viejo matematismo platónico sobre el realismo sustancialista peripatético. Por lo demás, Galileo es sin duda un platónico y así lo declara en el Diálogo, y lo es no sólo por  su  repetida  mención de la mayéutica socrática y la doctrina de la reminiscencia, sino por su inclinación matemática. La ciencia nueva era para Galileo la prueba experimental del platonismo. Por ello, decir que se educaba para el servilismo es excesivo, esquemático y simplificador de la veracidad de la historia de las ideas del momento.

Es verdad que la preocupación teológica era primordial y la teología moral en este periodo era capital, pero ello no era obstáculo para que se abrieran camino la instauración de cátedras en ciencias. También es cierto que durante el siglo diecisiete Monarquía e Iglesia controlaban la libertad de pensamiento, publicar libros era difícil por los trámites y permisos, y la persecución del pensamiento no tenía límite, pero eso no fue óbice para que en 1723 –un siglo después de su descubrimiento- se enseñara en San Marcos la circulación de la sangre, y el periodo terminara con el naturalista Llano Zapata, que fomentó la difusión de la ciencia experimental, y con la desconfianza ante la silogística escolástica. Los Habsburgo fueron conscientes del peligro que representaba la destrucción del fundamento trascendente y de la ruptura con la escolástica aristotélica, a través de una mayor tendencia matematizante que convertía a la razón humana en fundamento de sí misma y que su verdad era toda la verdad, y sus esfuerzos por contener el luteranismo alemán y el cartesianismo francés marcarían el derrotero de nuestro periodo histórico. La lucha ideológica entre los espíritus de dos épocas estaba trazada y el desenlace final sería la interrupción de la visión del mundo clásico-cristiana.

Esto representó que entre 1650 y 1750 los dos movimientos espirituales encontrados desde 1550 en el seno de la filosofía de la colonia: tanto la heredera del énfasis puesto en la subjetividad, en las relaciones personales del hombre con Dios y en la importancia de la actividad práctica, que se inicia con San Agustín y se desarrolla en Occidente hasta la época moderna; como la otra que es heredera del énfasis puesto en la comunidad inmanente, en las relaciones sociales del hombre con Dios y en la importancia de  actividad sacral, que caracteriza al Perú antiguo; confluirán en el reconocimiento no sólo de la condición humana del indio, sino en la condición ciudadana del criollo. En otras palabras, la pérdida del fundamento trascendente o divino del orden humano y natural nunca encontró en América bases ni sociales ni científicas firmes, porque, por un lado, el infradesarrollo científico le quitó a la revolución racionalista la fuerza que tenía en Europa y, por otro lado, el pequeño grupo de criollos no tuvo influjo sobre una masa indígena ignorante. En consecuencia, la Ilustración americana fue radical en política pero moderada en religión, y jamás perdió el sesgo trascendente de la que se distanciaba el asalto a la razón del pensamiento moderno europeo. En esto la élite indígena cumplió un rol importante pero sinuoso, porque constituía un grupo mestizo-cultural real que se sentía muy próximo al conquistador bajo los manipuladores Habsburgo y muy cercano al criollo y a sus avances emancipadores bajo los severos Borbones, más no así la gran masa de indios plebeyos que siempre estuvieron soportando las más crueles e indignos tratos. Esta combinación era aparentemente explosiva, pero siendo minoritaria explica por qué en el Perú no provocó una adhesión muy entusiasta a la causa de la Emancipación e Independencia, a pesar de la multiplicación de las rebeliones indígenas desde 1721 a 1818, las cuales buscaban un mejor trato tributario en vez de un cambio de régimen político. Es así que en América la vanguardia emancipadora no fue fruto de la vanguardia científica, que siempre fue exótica y foránea. De ahí que no sea exagerado afirmar que el liberalismo ilustrado de la emancipación no nació en las canteras de la destrucción del fundamento metafísico clásico-cristiano, sino, al contrario, del fundamento metafísico neoescolástico del reconocimiento de la Otredad con justicia, y no exactamente del probabilismo escolástico.

El periodo teológico moral de la filosofía virreinal se desenvuelve entre 1650 y 1750, es decir, entre el gobierno del Virrey Conde de Salvatierra (1648-1659) y el Virrey Conde de Superunda (1745-1761). Salvatierra prestó mucha atención al problema indígena debido a que poderosas fuerzas contrarias pugnaban por tenerlo a su servicio, los mitayos desertaban, los campos quedaban sin labranza, los recursos agrarios y mineros disminuían. Su solución fue devolver muchas tierras a los indios, suprimir el servicio personal y recobrar los pagos no efectuados a la corona por motivos de fraudes. Para el siglo diecisiete sobrevivía del indio su fuerza física de trabajo y los privilegios cómplices de los caciques, la españolización de la sociedad novoperuana estaba en pleno auge y las expresiones autóctonas del pensamiento indio en plena decadencia y retroceso. Si la guerra civil entre Huáscar y Atahualpa fue la encargada del exterminio de la élite de los orejones amautas, la conquista española del siglo dieciséis puso punto final a las utopías sociales indígenas (Guamán Poma, Santa Cruz Pachacuti), a sus resabios religiosos (extirpación de idolatrías) y a sus manifestaciones artísticas (Taki Unquy o enfermedad del baile). El espíritu indígena para el siglo diecisiete lucía abatido y derrotado, sólo le quedaba expresarse miméticamente mediante la pintura y la escultura sacra –de ahí que florece la pintura indígena colonial cusqueña-, la explosión brutal de las sublevaciones y la caridad justiciera de algunos personajes religiosos. La hegemonía universal de los Habsburgo requirió sofocar totalmente el espíritu indígena, cosa que lo consigue porque las sublevaciones indígenas del siglo dieciocho buscaban principalmente un cambio de régimen tributario más que político.

Efectivamente, las sublevaciones indígenas prosiguieron en las siguientes administraciones, porque los abusos que cometían los corregidores no cesaron. Además, la administración virreinal tuvo que hacer frente a un nuevo enemigo: los corsarios y piratas, que vinieron a añadir devastación y rapiña desde Panamá hasta Chile. Dicho asedio llevó a amurallar la ciudad de Lima entre 1684 y 1687. Pero la suerte ya estaba echada y cuando llegaba en 1689 al puerto del Callao el nuevo virrey del Perú, el Conde de Monclova, se daba inicio a un gobierno discreto y mediocre que se condecía con una época de marcada indecisión, punteada decadencia, cambio de dinastía de los Habsburgo a los Borbones y las interminables guerras en que se vio envuelta España.

El periodo filosófico que nos ocupa va desde la acentuación de la explotación brutal del indio hasta el comienzo de las grandes rebeliones indígenas y las feroces reformas borbónicas, o sea desde Felipe IV (1621-1665) hasta Fernando VI (1746-1759). Es decir, desde una España que se empeñaba en mantener inútilmente la hegemonía universal de los Habsburgo, ante el empuje de Francia de Luis XIV, la independencia de Portugal y las Provincias Unidas, hasta la infructuosa guerra de sucesión austriaca y su posición de potencia en retiro ante la hegemonía de Francia e Inglaterra. Fernando VI tras la muerte de su esposa, la reina, moriría loco, creyéndose fantasma y tratando de morder a todo el mundo, como vaticinando la próxima pérdida de todas sus posesiones en el Nuevo Mundo. Este decurso externo aunado al interno de una colosal y frívola vida cortesana colonial desgastará el discurso teológico-moral, infecundo para cambiar el injusto estado real de cosas.

Nota:- Para la presente versión en el blog se han prescindido de las citas que sí quedan consignadas en el libro "Espíritu de la Filosofía Virreinal". Tomo II, Lima 2016.