viernes, 1 de julio de 2016

TALENTO, PASIÓN Y CREACIÓN EN EL PERÚ

TALENTO, PASIÓN Y CREACIÓN
 EN EL PERÚ
Gustavo Flores Quelopana
Sociedad Peruana de Filosofía
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A los peruanos se nos escapa el alma porque nos sobra talento pero nos falta pasión. Y la pasión sólo encuentra su suelo nutricio en el ideal. Y sin ideales mueren las utopías. Las metas engendran ambiciones, pero los ideales generan pasiones. Por eso nos cuesta llegar a las cumbres de la creación. Es necesario reconquistar el hombre utópico que hay dentro de nosotros. Y para ello son necesarios los ideales, que nutren de pasión al talento y posibilita la creación. Y en el Perú decir esto no es cosa sencilla porque en el alma del hombre andino aun laten dos utopías: la de Inkarrí y la de las Tres Edades del Mundo. Aunque en ambas subyace la misma idea, a saber, la conquista histórica de un mundo justo y bueno. Mientras que en el hombre mestizo persiste ir a remolque de la utopía modernizadora del mundo occidental, hoy en descrédito y que lo devuelve a sus raíces telúricas cuando no a las fantasías mecadólatras.

Cierta vez a nuestro romántico tradicionista Don Ricardo Palma se le acercó un empeñoso joven para preguntarle: ¡Maestro!, qué se necesita para ser poeta. El cazurro escritor lo miró afablemente para responderle:

Es preciso no estar en sus cabales
para que un hombre aspire ser poeta.
Pero, en fin, es sencilla la receta.
Forme Usted líneas de medida iguales,
y luego en fila las coloca juntas
poniendo consonantes en las puntas.
¿Y en el medio? –le replica el joven.
¿En el medio?
¡Ese es el cuento!
Hay que poner talento.

Ciertamente que el talento no basta, ¡ese es el cuento!, hay que ponerle pasión en el ideal. ¿Pero dónde nacen y se inculcan los ideales? ¿En la escuela, la familia o la sociedad?

Nuestro prominente educador perteneciente a la generación del 900, José Antonio Encinas, buscó cimentar la escuela laica, democrática, utilitaria y libre. E insistía en que: “El más alto cargo que un ciudadano puede desempeñar en una democracia es el de maestro de escuela”. Con esta pasión en el ideal en el modelo de escuela nueva de Encinas, no nos extraña que hayan salido la cantidad y calidad de escritores del Centro Escolar 881, como Gamaliel Churata, Federico More, Carlos Oquendo y Amat, Domingo Pantigoso, Emilio Romero Padilla, Alberto Mostajo.

Posteriormente, el maestro cajamarquino Emilio Barrantes, desarrollando el predicamento de Paulo Freire e Iván Illich, y que presidió la Comisión de Reforma  de la Educación durante el gobierno militar en 1970, puso énfasis en que la educación va más allá de la escuela y corresponde a toda la sociedad. Pues, la comunidad es una gran escuela que forma al hombre. Por ello, es necesario mejorar la sociedad edupolíticamente para que sea la gran escuela de humanismo, autorrealización y libertad.

Una visión amplia e integral de la educación para despertar ideales también es expuesta por el historiador de la república Jorge Basadre. Considera que la educación no es una oportunidad de proselitismo político, ni oportunismo económico, sino de inculcar valores del espíritu. Su mensaje educativo incidió en que sin educación no hay ciudadanos ni convivencia y sin éstos no hay democracia. Lo cual nos permite acotar que la verdadera educación hace hincapié en los valores del espíritu o sea en los ideales.

Una educación meramente funcional solamente es capaz de inculcar metas pero no ideales. Pues, como señala José Ingenieros, las metas son temporales y se alcanzan en la vida, mientras que los ideales son eternos y una vida no es suficiente para lograrlos. Los primeros dan sentido de subsistencia, en cambio los segundos dan sentido a la vida. Esto me hace recordar que cierta vez un joven le dice a su maestro: "Maestro, estoy preocupado. Soy frío, nada me apasiona. El maestro lo mira y le responde: Yo conozco a tu novia. Los he visto de la mano por los patios de la universidad. Por tanto, no es cierto que nada te apasiona. Amar es ya sentir pasión". Cuánta razón tenía Jorge Luis Borges cuando afirmaba: "No se puede contemplar sin pasión. Quien contempla desapasionadamente, no contempla". Todos somos capaces de sentir pasión y, por ende, de entusiasmarnos por los ideales. 

Los ideales de verdad, belleza, conocimiento, justicia y amor son los supremos valores que asientan la existencia de la cultura, y sin ellos solamente puede existir una civilización material pero no la cultura. Por eso, una sociedad que no es capaz de convertir su riqueza material en riqueza espiritual está condenada al fracaso. Y el primer fracaso que la cerca es el fracaso moral. Esto es importante recordarlo porque en nuestro caso, peruano, hemos experimentado tres décadas de crecimiento económico y sin embargo cuántas bibliotecas se han inaugurado, cuántos monumentos se han develado, cuántos museos se han fundado, cuántas nuevas escuelas se han abierto, cuánto ha crecido el porcentaje del PBI destinado a Educación. Nos crece la panza y se nos marchita el cerebro. O al contrario, la educación sigue sujeta a la racionalidad instrumental de la producción. Lo cual explica en parte la esterilidad actual de  nuestros pensadores  y la fragilidad del campo intelectual.

Ahora bien, cada cultura ha tenido un específico clima espiritual. La cultura China es intracósmica, la India es metacósmica, Grecia es racional, Occidente es prometeica y el Nuevo Mundo es una simbiosis entre lo mesiánico y lo prometeico. Si a estas fuerzas históricas le añadimos el peculiar clima hedonístico, estético-instintivo y lúdico de la posmodernidad, entonces será inevitable advertir que se va imponiendo una sociedad sin ética, donde el valor supremo es el dinero, se extravía el sentido de la vida, y en donde las metas eliminan a los ideales. En la globalización neoliberal se viven las horas más oscuras de la cultura y paradójicamente esto acontece en medio de un vertiginoso desarrollo científico. No es extraño que en este clima de laxitud espiritual los talentos se pierdan, el carácter se debilite, la personalidad se despotencie, no encuentren la pasión por el ideal y se conformen con una profesionalización tecnocrático funcional.

El “come y calla” de la moral sanchopancesca ni siquiera es necesario subrayarla, porque la malignización del bien y la desmalignización del mal vuelve a los hombres insensibles ante la injusticia. Y justamente esta es la esencia de la posmodernidad. El triunfo de la era totalitaria y administrada donde el sujeto individual vive indiferente ante la desvinculación de la libertad con la justicia.

Este peligroso retroceso moral e insensibilidad ética dibuja un tenebroso proceso de deshumanización creciente y aniquilación de la era cultural. Hoy no acontece lo de inicios del siglo XX, cuando periodismo, literatura, reflexiones sociológicas e investigaciones históricas marchaban juntos. Ahora lucen profundamente divorciados. Y por ello ya no hay formación de la opinión pública sino mera información. Antes los diarios daban cabida a los escritores que no aceptaban pasivamente el orden social o político existente, sino que querían transformar radicalmente lo recibido. Hoy acontece todo lo contrario. Antes la redacción periodística era casi un cenáculo de ideas. Por eso de 1919 a 1930 hubo una gran fecundidad de intelectuales (Centenaristas, Colónidas, Grupo Norte, Grupo Sur, Grupo Orkopata, etc.). En cambio, actualmente los intelectuales de cenáculos, sabios y sensibles han sido reemplazados por frívolos mercenarios de la pluma del pensamiento conformista, que eluden pisar terreno ideológico e ignorar cualquier sentido político.

Las universidades tampoco esquivan tal defectiva tendencia. Aparte que su inversión en investigación es ínfimamente ridícula –lo que corrobora el sentido empresarial y no humanístico de las mismas- las revistas académicas no representan la vanguardia del pensamiento nacional, sino meramente cumplir burocráticamente con un exigido requisito más. Talento sobra pero no hay pasión, no hay personalidad, todas las monografías se parecen, no hay estilo personal. Basta repetir anatópica y eruditamente las tesis de moda y exhibir un conjunto nutrido de citas y de libros en boga, como si fueran joyas de la abuela, para salvar el escollo sin preocuparse por elaborar algún pensamiento original. Y aquí no estamos pidiendo que los tesistas sean como José de la Riva Agüero que  apenas con 21 años, en 1905, escribía una de las obras peruanistas más señeras, Carácter de la literatura del Perú Independiente. Esa precocidad no es frecuente y esa originalidad es propia del genio más que del talento. No, de eso no se trata. De lo que se trata es que la academia no ahogue el talento ni asfixie la pasión con la citomanía, la imitación servil y la hermenéutica repetitiva. ¡Hay que promover la originalidad intuitiva, la audacia del pensamiento y el vuelo de la idea! 

Nuevamente hay que destacarlo. No se trata meramente de una tarea del maestro, la escuela, o una nueva ley del libro. Se trata de rescatar los valores del espíritu. Y esto es ya una tarea civilizatoria. Este es el aspecto central y urgente. Hay quienes creen que basta subir nuestro PBI en educación de 3.5 a 9% como lo tiene Cuba o Finlandia. Pero ese no es el punto. Se trata de un cambio de los valores mismos. Y para cambiar los valores hay que promover otro tipo de sociedad. No consumista, ni hedonista, ni nihilista.

Hay que recrear las utopías sociales, la esperanza social, la pasión por el ideal. Y dicho cambio cultural implica la modificación de las estructuras materiales. En este sentido la salvación no está en el idealismo puro –como lo preconizaban los arielistas-, sino en añadir a la idea la acción –como lo vieron los centenaristas y la teología de la liberación-. El verídico primado de la razón práctica sobre la razón teórica fue precursado por Rousseau. Esa misma acción que llevó a Mariátegui a simpatizar con Sorel y con Lenin. Esto no significa la eliminación del intelectual puro, sin compromiso político. Lo que significa es la identificación ideológica en donde necesariamente corresponda hacerlo libremente. Se necesita este tipo de intelectuales, capaces de formar una clase dirigente que entienda la necesidad de entender el progreso no en términos materiales, sino primordialmente en términos espirituales. Hay que revitalizar la utopía que rescate a la democracia de los barrotes del mercado, el dinero y el capitalismo.

Nuestro arielista Francisco García Calderón, a quien Gabriela Mistral consideró como el único heredero efectivo del uruguayo Rodó, en su obra de 1907 El Perú contemporáneo -el primer intento de visión global del Perú- ya reclamaba la existencia de una clase dirigente para modernizar el país. Dicho reclamo se prolonga hasta nuestro contemporáneo Edgar Montiel (El poder ciudadano, 2015), para quien los intelectuales forman el cognitariado que debe constituirse en clase dirigente para reinventar el Perú. Aquí a nosotros no nos interesa cuestionar detalles, sino destacar que el talento y la pasión debe extenderse hacia todo el organismo social. Y eso sólo es posible abrazando los ideales. Sólo así la política podrá ser librada de su degradación de mera gestión pública para convertirse en apostolado de servicio social y plan de integración nacional. 

No es casual que la "cuestión nacional" haya sido la clave del anarquismo de Manuel Gonzalez Prada; del arielismo de José de la Riva Agüero, Francisco García Calderón, y Víctor Andrés Belaunde; del socialismo de J. C. Mariátegui; del Grupo Norte con Orrego, Spelucín, Haya, Vallejo y Ciro Alegría; el Grupo Sur con Alberto Hidalgo, Alberto Guillén, Percy Gibson; el Grupo Orkopata con Gamaliel Churata; los Colónidas con Valdelomar, Federico More, Alberto Gozález Prada. En otras palabras, en el Perú, que tiene una historia diferente a la del mundo occidental, no hay otra manera más original de ser universal que bebiendo en las raíces telúricas de la propia particularidad nacional.    

No sólo hay que abandonar la visión instrumental de la política sino también de la cultura. Si la cultura no es libre no es cultura. Y dentro de esa libertad hay que reconocer en primer lugar a quienes hacen cultura no por los títulos, cátedras, honores y prebendas sino por el amor desinteresado de transformación social. Sin dar de sí a cambio de nada no hay cultura ni democracia radical. Porque la cultura es una necesidad radical y no superflua del hombre. 

Y el primer signo de cultura es la moral. Una sociedad como la neoliberal que deja morir a las personas porque simplemente no son rentables no es sociedad, es una horda de salvajes egoístas sin compasión ni moral. Es el triunfo inhumano de la necropolítica. Un hombre sin moral se achata al nivel de las bestias. Como subrayaba Kant, lo que nos proporciona humanidad y dignidad es la moral, el triunfo de la libertad con la justicia. Muy diferente al sofisma capitalista que reduce la libertad del hombre a la libertad de consumir. Sin esta dualidad entrelazada entre libertad y justicia no hay humanidad.

En una palabra, el talento necesita de dos alas para elevarse, a saber, la pasión y el ideal. Sólo así el hombre recuperará la utopía y su dimensión intemporal.


Lima, Salamanca 01 de Julio del 2016